Un Coctel de letras que ayuda a recordar

con Laura Solórzano, Abril Posas, Elisa Díaz Castelo, Cristina Rivera Garza, Hugo Hiriart y Guillermo Arriaga

Reunidos para festejar el nombramiento de Guadalajara como Capital Mundial del Libro, los autores hablaron de sus primeras experiencias lectoras y de su oficio en la escritura 

Por Ángel Melgoza

 

Hugo entra al cine con bolitas de naftalina en las bolsas de sus pantalones. Guillermo presencia una pelea en la calle. Cristina empaca una caja de libros y se despide de su casa. Laura habla con su papá de una historia de piratas. Elisa mira atónita a su familia llorar en la sobremesa. Abril frente al televisor ve de reojo a su madre leyendo. 

 

Son escenas de la infancia o adolescencia de las y los escritores que participaron en el coloquio Viva la Literatura: poesía, narrativa y ensayo, el domingo 24 de abril de 2022 en el paseo Fray Antonio Alcalde, en la Capital Mundial del Libro, Guadalajara. 

 

Invitados por Martín Solares a hablar de su experiencia con la literatura, desde por qué debemos leer, hasta por qué escribimos, pasando por el libro que te cambió la vida y los tiempos verbales de la escritura, las autoras Laura Solórzano, Abril Posas, Elisa Díaz Castelo, Cristina Rivera Garza, Hugo Hiriart y Guillermo Arriaga (Guillermo y Crisitna a la distancia a través de un video) contaron anécdotas y reflexionaron al respecto. 

 

Cristina habló de ese pequeño y poderoso artefacto, humilde y de uso cotidiano, que es el libro; y a través del cual estableció su relación más constante: la lectura. Habiendo sido su padre un ingeniero agrónomo especializado en genética, los libros e historias de doctores, naturalistas y aventureros abundaban cerca de ella. Y a pesar de que su familia solía cambiar de residencia continuamente por el trabajo de su padre, Crsitina siempre se movía con una cantidad “modesta” de libros. 

 

“Me enamoré de Pasteur, y del que descubrió el bacilo de la Tuberculosis, y sabía perfectamente qué había pasado con la Mosca Tse Tse, de lo que ocasionaba” cuenta Crsitina, quien especialmente fue marcada por la lectura del Diario de Ana Frank, a quien considera responsable de haber convertido a muchas lectoras en escritoras: “porque si una cosa a mí me quedó claro leyendo este diario, era que escribir podía ser una actividad compartida por muchos, que no era una actividad que solo le correspondiera a los adultos, o solo a los hombres, o solo a gente en pleno uso de su libertad. Aquí estaba una niña, en unas condiciones extremas, y que sin embargo era capaz de producir un mundo complejo y muy propio”. 

 

Cuando se trata de escribir ficción, Guillermo Arriaga lo hace siempre desde su muy complejo mundo de historias personales, pues todo lo que escribe, dice, está basado prácticamente en lo que ha experimentado o de lo que ha sido testigo. Habiendo crecido en un barrio bravo, y siendo alguien a quien le gustaban las peleas y los problemas (como ha declarado en entrevistas), Arriaga ha nutrido su obra de esos años de juventud. 

 

Para él la literatura tiene el poder de hacernos cambiar de perspectiva, de hacernos mirar ahí donde nunca nos imaginamos, las obras maestras, dice, “nos hacen ver 360 grados y cuando volvemos al mismo lugar de origen hemos descubierto infinidad de elementos alrededor que ni siquiera imaginábamos que existían”. 

 

Guillermo escribe como una adicción, siendo un abstemio y aborreciendo el cigarrillo, encuentra en la narración un proceso fisiológico que le permite seguir viviendo: si no cuenta las historias que le borbotean en la garganta sentiría que se oxidan y que podría envenenarse. Haciendo un recuento del origen de la ficción, Arriaga vuelve a la era de las cavernas: “si uno ve las pinturas rupestres se da cuenta que el arte surgió en gran medida por las expediciones de cacería. Cuando los cazadores regresaban a sus hogares, contaban en el fuego lo que les había acontecido. […] Poco a poco iban agregando un elemento que estaba en el límite entre lo verdadero y lo ficticio, el mamut o el mastodonte eran mucho más grande o de otro color, se exageraban las historias, o se simbolizaban, o se hacían metáforas, y poco a poco fue creciendo la ficción para agregar elementos a las historias reales”. 

 

Han sido esas invenciones, esos mundos fantásticos, esa inmensa posibilidad que nos otorga la ficción la que primero punzó a la poeta Laura Solórzano. Fue su padre quien en su adolescencia le regaló un libro de piratas cuando su madre quería que leyera la novela Mujercitas. Pero siendo él un paleontólogo reconocido, un científico estudioso de fósiles, piedras y huesos, la recomendación no debía venir en vano. “Cuando lo leí, y lo comenté con él”, dice la poeta, “fue algo emocionante porque de repente nos habíamos convertido en compañeros de aventura. El libro nos igualó, a mi papá y a mí, empecé a seguir lo que él me dijera que leyera”. 

 

Laura encontró en esas historias la posibilidad de conectar con su padre, y más tarde la literatura fantástica le significó la posibilidad de llegar a la poesía, pues fue esa fantasía la que le permitió entrar en una “antesala maravillosa a la suspensión de la racionalidad natural”.

 

Una niña que disfrutaba de la televisión, a quien le encantaba perderse en el entretenimiento que le brindaban las caricaturas, y que veía a su madre leer pensando que estudiaba, era la narradora Abril Posas. Ella un día siguió la recomendación de su mamá, y a diferencia de Solórzano, sí tomó la novela de Mujercitas, con la que se conmovió hasta las lágrimas: “lloré cuando Jo se cortó el pelo para venderlo y que tuvieran dinero para la familia. Yo pensaba ‘¿qué está pasando? ¿Porque estoy llorando con algo que no estoy viendo y que me estoy imaginando en la cabeza?’”. 

 

Fue un descubrimiento que trastocaría toda su vida, pues desde ese momento se aficionó a la lectura, descubrió autoras y autores a los que admiraba, y a cuyo oficio aspiraba. Abril dice que para escribir uno necesita tener un poco de valentía y otro poquito de ego, pues hay que decir: “‘yo también quiero hacer eso, yo quiero provocar esos sentimientos en otras personas, y creo que lo puedo intentar’”. 

 

Abril también dijo que uno de los actos de amor más trascendentales es cuando alguien te recomienda un libro, un texto, o te acerca a la lectura. En el caso de las escritoras presentes esas personas fueron sus padres. 

 

También es el caso de la poeta Elisa Díaz Castelo, cuyos padres, médicos, tuvieron una enorme influencia en los textos que leyó y en su obra, que hasta el día de hoy retoma muchos elementos del discurso científico. Fue en su adolescencia cuando vivió uno de los acontecimientos alrededor de la lectura más importantes, porque no siendo sus padres especialmente afectos a la poesía, un día, en una sobremesa, sacaron a tema el trabajo del poeta Miguel Hernández, especialmente un poema suyo llamado Elegía a la muerte de Ramón Sijé: “lo que fue muy impresionante para mí, fue que de pronto todos estaban llorando. Mis papás, mi tío, mi tía, todos estaban llorando, y ahí me di cuenta del poder de la poesía”.

 

Elisa piensa que la poesía permite hablarle a los muertos, y no solo eso, piensa que “los poemas quieren regresar a los muertos a la vida. Y eso me parece particularmente importante y pertinente en el país en el que vivimos, un país feminicida, homicida, donde hay tanta muerte violenta, y creo que es más pertinente que nunca la poesía porque es una manera de dialogar con los muertos”. 

 

Si un instrumento o un artefacto puede lograr ese diálogo, ese sin duda la literatura y el libro. La ficción, y la fantasía. En ese tenor el escritor Hugo Hiriart, quien acaba de cumplir ochenta años, recordó haber visto la película El capitán sangre (1935), protagonizada por Errol Flynn y Olivia de Havilland, en una época en que los niños en la Ciudad de México tenían prohibido ir al cine pues había una epidemia de poliomielitis: “pero mi hermano y yo nos pusimos histéricos y mi mamá nos llevó, nos llenó las bolsas de los pantalones de bolitas de naftalina, que decían que alejaban [el virus]”.

 

Muchos años después, en 1992, Hirart escribiría una novela titulada La destrucción de todas las cosas, que cuenta la historia de un sobreviviente a una nueva conquista de México, esta vez a manos de extraterrestres. En la contraportada de la edición (agotadas, por cierto) se lee: “a quinientos años del arribo de Colón al continente, esta novela constituye una metáfora poderosa, dramática, de aquella conquista, y también un extraordinario ejercicio de imaginación apocalíptica”. Sobre esta novela, y su gestación, habló Hiriart la tarde del domingo. 

 

La literatura es pues uno de los pocos momentos donde podemos ser plenamente felices, “si leemos cinco minutos, esos cinco minutos van a ser de felicidad absoluta y nadie nos los quita”, así lo dijo Martín Solares, quien moderó el diálogo.  

 

Nadie sabe a ciencia cierta si la literatura, o la lectura, o la escritura, nos hace mejores personas, pero en palabras de Cristina Rivera Garza, lo que es indudable es que quien lee no puede evitar hacerse preguntas: “preguntas acerca de uno mismo en relación a otros; quien lee no puede evitar que la imaginación lo lleve a considerar la experiencia de los demás como una posibilidad propia también… yo creo que por eso el que lee tiene la posibilidad de desarrollar una actitud crítica frente a la vida”. 

 

Una actitud que como una bebida, con mezcla de novela, cuento, poesía, ensayo u otras formas de literatura, conforme un cóctel digno de beberse, disfrutarse y prepararnos para la experiencia que la vida nos presenta. 

 

EN LA FOTOGRAFÍA: Elisa Díaz Castelo, Hugo Hiriart, Abril Posas y Laura Solórzano fueron los autores participantes de esta mesa moderada por Martín Solares.

CRÉDITO DE FOTOGRAFÍA: R. Cortés / GCML

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