El lado A de una vida B: la Guadalajara de Ángel Ortuño

Celebramos el cumpleaños del autor de Las bodas químicas con esta primera entrega de los lugares de la ciudad que marcaron la vida de este carismático y antisolemne poeta tapatío

Por Ángel Melgoza 

¿Quién les dijo que en los velorios no se cuentan chismes y gracejadas obscenas?

ÁNGEL ORTUÑO

No son muchos, ni pocos. Llevan botas, pantalones de mezclilla, tirantes, gabardinas, pelos largos y engomados. Fuman y beben cerveza. Sí, aquí en la Facultad. En los jardines. También ahí, en la banqueta afuera de la tiendita. El otro día los vi bebiéndose el vino del profesor chileno en la presentación del auditorio. Eran ellos, el enano, el chango, el ninja, el oso Yogui y el de la gabardina militar: el buitre, o el nazi. Precisamente de él hablaremos hoy, de un canalla llamado Ángel Ortuño. 

 

Podríamos iniciar diciendo que Ángel Manuel Ortuño Sahagún nació el 11 de enero de 1969, en Guadalajara, Jalisco, el segundo de cuatro hijos de un matrimonio compuesto por un ingeniero químico y una ama de casa, amante de la poesía y aficionada al teatro. 

 

Tanto él como su hermana María Elisa (1971) y su hermano Antonio (1976) se criaron en la colonia Jardines de San Ignacio, en la calle San Martín de Porres. Su infancia transcurrió entre su propia casa —la número 3659— y en la de su abuela materna, a escasos metros. Fue un niño solitario que muy pronto, escondido en un clóset, se apasionó por la lectura, pasión que desvelaría su vocación de poeta, ganándose la vida como bibliotecario y profesor.  

 

El 24 de septiembre de 2021, a los 52 años de edad, Ángel Ortuño murió de manera sorpresiva a consecuencia de un infarto, derivado de problemas vasculares y de circulación. 

 

La que sigue es una breve historia de su vida y obra, reconstruida con los recuerdos de algunos de sus seres queridos. 

 

***

Pensadores y farsantes

Giovanni Papini 

 

 

Le fascinaba entrar a la antes famosa y ahora desaparecida Librería de Cristal. Su papá los llevaba, y Ángel tomaba un libro, se sentaba y se ponía a leer, ¿comprarlos? Su padre les pedía que eligieran un libro que nunca les compraba: “ahí déjalo, luego venimos por él”. 

 

Aunque en casa siempre hubo una tradición lectora. Los abuelos maternos, españoles, al igual que su madre, tenían una gran biblioteca y era común ver al abuelo leyendo libros, periódicos y revistas. Estaba suscrito al Excélsior de Julio Scherer y después a Proceso. La abuela, por su parte, no volvía hacer la compras sin una o dos novelas de las amplias secciones de libros que antes había en los supermercados. Esto hizo posible que leyera a los autores del boom latinoamericano. La hermana de la abuela, que vivía también en la colonia, era una gran lectora de las novelas policíacas de Agatha Christie. Tenía una colección de casi 70 títulos. 

 

 

Así, el primer regalo que Ángel pidió fue un libro. Probablemente antes de la separación de sus padres ocurrida en 1978. La ruptura fue violenta, él tenía nueve años. Mucho tiempo después, mirando la casa de su infancia, dijo algo parecido a esto: 

 

“La última vez que estuve aquí estábamos mi hermano Antonio, mi mamá y yo con las bolsas. Todas nuestras cosas estaban en bolsas, porque ya no podíamos entrar a la casa”. 

 

 

A principios de 1980 el padre vendió la casa donde Ángel vivía con sus hermanos y con su madre. Por ser española, Elisa Sahagún no pudo reclamar nada. 

 

 

Elisa, que había trabajado en el departamento de recursos humanos de empresas constructoras, rentó como pudo un departamento sobre avenida Arboledas y durante año y medio vivieron en el número cuatro. Los hijos pasaron de estudiar en colegios privados a escuelas públicas. Ángel, que había cursado la primaria en el Cervantes Colonias y la secundaria en el Cervantes Loma Bonita, pasó a la Preparatoria 6 de la UdeG; Antonio, por su parte, no llegó a pisar aula de colegio alguno. 

 

 

Fueron años difíciles, en los que su madre, al mismo tiempo que retomaba los estudios tuvo que volver a conseguir un trabajo remunerado. La familia no tenía automóvil, ni televisión (la que tenían se fundió en un apagón). El peor momento llegó cuando tuvieron que moverse al departamento siete del edificio cuatro en el Condominio Lobo de Loma Bonita. 

 

 

El departamento era chiquito, de dos habitaciones. En una dormían Ángel y Antonio, y en la otra María Elisa.

 

“Mi mamá no dormía ahí porque o cabían sus cosas, o cabía ella. Entonces se compró un sillón cama y lo tenía en la sala comedor. En la noche lo abría y ahí se dormía. Se ponía a fumar y a oír la tele, pero en esa época sí nos iba de la patada”, recuerda Antonio. 

 

 

Eso sí, la lectura nunca faltó. Ángel se leyó todos los libros de la familia: los de su casa, los de la casa de los abuelos y los de la tía Concha. Por ejemplo, alguna vez comentó que un libro le llamó la atención porque en la contraportada le pareció ver a una persona deforme y creyó que se trataba de historias de terror. En realidad eran ensayos del escritor italiano Giovanni Papini. Los Ortuño Sahagún tenían los libros cerca y a su alcance. Además, leer era una parte normal de su rutina en casa, no significaba “no estar haciendo nada”, y por ello había un entorno favorable para la lectura. 

De todo aquello que Ángel leyó tomó un especial gusto por la poesía. Su madre, que era muy aficionada a Federico García Lorca y a la poesía de los españoles León Felipe y Juan Ramón Jiménez, tenía además predilección por la literatura española del Siglo de Oro: Luis de Góngora, Francisco de Quevedo, Miguel de Cervantes, Lope de Vega. 

 

 

Elisa también era una mujer paciente, que podía levantar la voz, discutir y argumentar, pero no imponer. Ello fue dejando sus huellas en sus hijos, especialmente en Ángel. 

 

 

“Desde que yo me acuerdo, es decir, desde antes de que yo naciera, Ángel ya tenía fama de ser rebelde, contestón, satírico y desde luego, muy agudo”, dice Antonio.

 

 

Las anécdotas se remontan hasta el jardín de niños, donde les rezongaba a sus maestras, y, años después, en el Colegio Cervantes de los hermanos maristas, su actitud irreverente y sus respuestas inteligentes hicieron desatinar a más de algún profesor. En la adolescencia se volvió más rebelde: rechazaba la religión estudiando en un colegio católico; acusaba a sus maestros de ignorantes, y escuchaba “música satánica”: punk y heavy metal.

 

Lo que le era censurado en la escuela, era fomentado en casa, donde su madre y él podían discutir horas de cualquier tema, desde política, cine, literatura hasta vida cotidiana. Cuando llegó a la educación pública se sintió liberado. Ahí a nadie le importaba si asistía a clase o no, menos si usaba los zapatos y la camisa del uniforme correctamente, o si se dejaba crecer un mohicano (como Ángel hizo en el colegio antes de ser rapado para poder presentar los exámenes finales). Eran principios de los años 80. 

 

***

 

Los Chambistas proclaman el arte por el hambre. 

Quizá por eso escriben como escriben

JULIO ALBERTO VALTIERRA 

Padre que estás en el cielo nuestro, bájate. 

Tengo ganas de agarrarte a madrazos

ÁNGEL ORTUÑO

 

A diferencia de muchos autores, Ángel no escribía desde la infancia. No era ese niño que narraba cuentos o el adolescente que rimaba componiendo una canción. Leía y su interés estaba en la investigación, la crítica y el análisis de los textos. Por muchos años los alumnos de la Licenciatura en Letras Hispánicas* se han quejado del diseño curricular: mucho estudio de latín, teoría del análisis literario, semiótica, fonética, pero ¿y la escritura? No era el caso de Ángel, quien precisamente se sintió atraído por ese diseño curricular enfocado en el carácter crítico y teórico. 

 

“Mi relación con Ángel comenzó en septiembre de 1987, cuando ambos entramos a la Facultad de Filosofía y Letras”, cuenta Julio Alberto Valtierra, uno de los amigos más cercanos de Ángel en aquellos años universitarios. 

 

Eran los días gloriosos de aquel grupo de inadaptados de botas, mezclilla, tirantes y gabardinas. Los días de la cerveza Estrella en el jardín y en la banqueta. Los días en que fueron bautizados por el enano, es decir, Rigoberto Mora (el animador de stop motion que inició su carrera junto a Guillermo del Toro, socios ambos en la empresa Necropia), como el chango, el ninja, el oso yogui y el buitre o el nazi.

 

En esos años de facultad, Ángel empezó a escribir. Y un poco después a publicar. Sus primeros textos aparecieron en dos revistas fanzineras que dirigían los compañeros Armando Ochoa Guillén (“Ek Chak”) y Alberto Rodríguez (“Esesoio”), cuyos nombres eran Águila Lunar y Le Guevoné, respectivamente. 

 

Primero fue en Águila Lunar, “la revista que se lee al revés”, a principios de 1988. Ahí aparecieron una especie de cuentos crípticos llamados “GinecoFagia”, “Lilia”, “Exutorio” y “Exoticotlan”. 

 

Desde aquellos años, si no es que antes, Ángel adquirió una de sus mayores aficiones y más elevadas capacidades: cazar libros. 

Si pensamos que ya se había leído todo lo que había en casa, entonces su inagotable apetito lector se enfocó en las librerías de viejo. Pero también acechaba las de saldos, librerías que remataban los libros: 

 

“Siempre me pasaba el aviso, ‘están saldando tal’. Hace años nos tocó que saldaran la Librería Casarrubias y sacamos muchísimos libros. Años después fue la Librería de Cristal, a donde íbamos de niños, que era muy grande y a mí me parecía una catedral”, recuerda Antonio Ortuño. 

 

Es probable que Ángel haya visitado todas las librerías de viejo y de saldos de la ciudad. Algunas por las que se paseó son la Librería Hispánica, en la calle Enrique González Martínez 139, la Cervantes en Juárez 582 y la José Barba Librero en López Cotilla 491, donde por cierto pasó una noche bebiendo, platicando y hasta bailando antes de quedar dormido cubriéndose con una cobija sobre el piso de madera. 

 

Y, si bien la familia pasaba penurias económicas, los libros nunca faltaron. Antonio recuerda al andar “como gitanos”, de un lugar a otro, les ocurrían algunos estropicios, como aquellas base de cama que que se le rompió a Ángel y que hubo que apuntalar con cajones para mantener el colchón relativamente firme. O de las literas que los hermanos —no precisamente niños— seguían compartiendo. Pero a todas partes se movían con sus cajas de libros. Cada vez más y más libros. 

 

 

Después del departamento en el Condominio Lobo se mudaron a Las Águilas, donde transcurrió gran parte de la vida de Ángel. Primero llegaron a una pequeña casa en la calle Río Tepalcatepec 1146, y después vivieron en otra sobre la calle Río Tomatlán 2112. Esta zona, a diferencia de los lugares donde habían vivido antes, se sentía limítrofe, pues estaba cerca del Cerro del Tesoro.

 

 

Para entonces Ángel había comenzado a trabajar, debía ser a principios de 1991. Entró al Centro de Estudios Literarios de la UdeG, que estaba a espaldas de Rectoría, sobre la calle Pedro Moreno. Ahí se encontraría con su futura esposa y prácticamente jamás dejaría de trabajar para la Universidad.  

 

* Desde agosto del 2018 en la UdeG hay una carrera para formar escritores profesionistas, la Licenciatura en Escritura Creativa.

***

 

“En realidad lo conocí a principios de 1991, casi tengo la certeza de que fue el día que entramos a trabajar. También creo que era cumpleaños de Ángel, que, según mis cuentas, cumplía 22 años”, refiere el poeta Luis Vicente de Aguinaga recordando aquel viernes 11 de enero de 1991. 

 

 

Luis Vicente tenía 20 y un par de años antes había publicado su primera plaquette de poemas, Noctambulario. Al momento de su encuentro, Ángel ya conocía el trabajo de Luis, pero Luis no tenía idea de que Ángel también escribía poesía. 

 

 

Aquel viernes de cumpleaños metieron alcohol de contrabando al centro de estudios y después de la hora de la salida se quedaron a platicar y conocerse los jóvenes becarios que asistían a los investigadores.  

 

 

“Yo creo que Ángel se sirvió un par de cubas porque aunque era tímido, éramos tímidos los dos, eso debió haberlo desinhibido, y tomó la iniciativa de platicar conmigo. Curiosamente me habló de esa plaquette de poemas que yo había publicado, cosa que definitivamente no esperaba escuchar”, recuerda Luis Vicente.

 

 

Si a Ángel se le reconoce como innovador, vanguardista y poeta de ruptura, Luis Vicente platicó aquella noche de métrica, de acentuación y de versificación. Estaban interesados en retórica clásica y versificación tradicional. Construyeron desde entonces una entrañable amistad.

DE AGUINAGA Y ORTUÑO. ANTES.

Luis Vicente recuerda lo intimidante que podía ser tratar con los códigos de respeto a investigadores y profesores establecidos como Dante Medina, Raúl Bañuelos, Raúl Aceves o Dulce María Zúñiga. Pero también había personajes como Ricardo Castillo, que se mostraban más amigables con los chicos raros. 

 

 

 

 

“Los dos éramos muy aficionados a las carcajadas ruidosas y a comportarnos un poco extrañamente. Hacíamos cosas que tendrían que haber sido relativamente normales en el contexto de la literatura, pero que, sin embargo, eran vistas con desconfianza por nuestros compañeros y, sobre todo, por nuestros superiores”. 

 

Escribíamos rimas burlescas, en estrofas bien medidas y rimadas, pero que estaban destinadas a burlarnos de alguien. Hacíamos anagramas y palíndromas, juegos de palabras como de nerd. La cosa llegó a tal punto que nos ordenaron distanciarnos, él en un cubículo y yo en otro”, cuenta De Aguinaga. 

 

Hasta ese momento, no obstante su gusto por el heavy metal (Judas Priest, Iron Maiden, ACDC y Motörhead, ésta última la banda preferida del autor de Boa), Ortuño y De Aguinaga eran un par de jovencitos de camisa y pelo corto: 

 

“Ángel era incluso más formal que yo en aquel entonces. Lo recuerdo siempre de camisa con un corte de pelo así, un poco copetón”. 

 

 

No pasó mucho tiempo para que Ángel conociera a la que sería su esposa, Flor Barboza, aunque su primer encuentro no fue precisamente un amor a primera vista.  

 

A Flor, que trabajaba como encargada de difusión del centro de estudios, le pidieron que confirmara el apellido de ese tal Ángel. Cuando fue a buscarlo, tocó la puerta en la habitación donde sabía que se encontraba leyendo.

 

“Una pregunta”, le dijo, “necesito verificar tu apellido para las invitaciones: ¿es Orduño u Ortuño?”. 

 

Él levantó la mirada y le dijo: “Ortuño, con t”, y regresó a su lectura. Esa fue la primera vez que Flor recuerda haber hablado con Ángel.

 

 

Flor reconocía a ese Ángel correctamente apellidado Ortuño, pues lo había visto junto al grupo de gañanes que se bebían el vino de la presentación del profesor chileno Jorge Cereceda Barrera en la facultad donde ella estudiaba Sociología. 

 

Cuando tuvieron oportunidad de cruzar más palabras fueron cayendo en cuenta que tenían más cosas en común. No sólo eran compañeros de facultad, sino que prácticamente eran vecinos en Las Águilas. Así comenzaron a ir juntos al trabajo, y después a la escuela (donde las clases eran vespertinas). 

 

 

Luis Vicente recuerda diferente algunos detalles. Por ejemplo, que Ángel comenzó a pasar sospechosamente con mucha frecuencia por el cubículo donde él estaba, y no era precisamente para saludarlo, sino que por ahí se subía a la escalera que llegaba a la biblioteca. 

 

“Aunque a Ángel le interesaban los libros, como todos sabemos, ahí también se encontraba Flor. No fue necesario mucho tiempo para saber qué intentaba con tantas vueltas”. 

 

 

A Ángel le habían encargado organizar la biblioteca del Centro de Estudios Literarios y, estando Flor en la misma habitación, platicaban, pero no mucho. 

 

“Se concentraba en su trabajo, muy serio él, muy en su papel”, cuenta Flor.  

 

 

Ella lo veía a la distancia con sus amigos bribones, cigarro o cerveza en mano, y cuando llegaba a su casa le presumía a su madre:

 

“Mamá, tengo un compañero ¡que no sabes todo lo que sabe!, lee muchísimo, y le gusta el latín y el griego; habla de filosofía”. 

 

“Ahhh, claro, te gusta”. 

 

 “¡No, mamá! No me gusta, es mi amigo”. 

 

“Ajá, muy bien, tu amigo”, le dijo su madre. 

 

 

A pesar de la imagen de joven rudo, Ángel era, como hemos dicho, un gran lector y un erudito en varias materias. Un hombre en sus veintipocos años que escribía poesía y era tímido para relacionarse. 

 

 

Su amigo Julio Alberto Valtierra recuerda que Ángel había tenido intentos por conseguir novia pero nunca una relación formal. En sus pláticas Valtierra le fue aconsejando diversas estrategias: haz esto, dile aquello. 

 

El alcohol ayudó de nuevo a empujar las cosas. 

 

Durante una comida con escritores organizada por el Centro de Estudios Literarios, Ángel, en medio del grupo de amigos, se le quedó mirando a los ojos a Flor. 

 

“Te invito a comer mañana”.  

 

“Okey”, dijo ella. 

 

“Uuuiii”, dijeron al unísono todos los demás. 

 

 

La primera cita fue en el Toks de la Minerva. 

 

Con el tiempo, Ángel, que ya portaba playeras con sus bandas favoritas, se acostumbró a pasar por Flor a su casa. Algunas veces desayunaba ahí.  

 

“Ángel tenía esta virtud de ser muy educado, su aspecto rockero metalero nunca lo abandonó salvo por una temporada, pero era muy correcto en su trato y muy pulcro al hablar”, dice Flor. 

 

ORTUÑO Y DE AGUINAGA. DESPUÉS.

Recordemos que profesionalmente dejamos a Ángel en 1991, con sus publicaciones en revistas y su trabajo en el Centro de Estudios Literarios. En algún momento de aquel año, el académico Pablo Arredondo, quien participaba activamente en la conformación del equipo editorial del periódico Siglo 21, le ofreció un espacio de trabajo a Ortuño, y éste trabajó en la mesa de corrección del diario, que se publicó por primera vez el viernes 8 de noviembre de aquel año. 

 

 

 

 

 

En el periódico pasó unos meses, hasta finales de marzo o principios de abril de 1992, pues le ofrecieron un puesto dentro de la editorial de la UdeG, donde también entró como corrector. 

 

 

 

 

 

En Guadalajara la mayoría de las personas recuerdan las explosiones del 22 de abril, ocurridas a las diez de la mañana cuando, según cifras oficiales, ocho kilómetros de calles y casas de la Colonia Analco explotaron por una fuga de combustible que corría por las tuberías, matando a unas 210 personas. 

 

Ese día Ángel había salido a buscar su finiquito a las instalaciones del periódico, en el oriente de la ciudad, a escasos tres kilómetros de Analco. Después de las explosiones,  la ciudad se volvió un caos, las líneas del transporte público se detuvieron, y no había manera de localizar a Ángel. Su hermano Antonio recuerda la desesperación de su madre, que llamaba y llamaba a las oficinas del periódico preguntando por su hijo. 

 

 

Ángel caminó por lo menos quince kilómetros de regreso a casa, no sin antes verse con Flor, quien entonces ya trabajaba en el Departamento de Bellas Artes (DBA) del Gobierno de Jalisco, cuyas oficinas se encontraban en el Parque Alcalde. 

 

 

El DBA pasó a formar parte de la nueva Secretaría de Cultura de Jalisco, creada en agosto de ese mismo año. Flor pasó a trabajar al Ex Convento del Carmen, en el área de Publicaciones, junto al poeta Jorge Esquinca y al periodista cultural Juan José Doñán, quien dirigía el área. 

 

 

Fue ahí donde el poeta Miguel Ángel Hernández Rubio le preguntó a Flor Barboza si Ángel Ortuño tendría algo de material, pues él estaba encargado de conformar una nueva colección llamada Orígenes, para publicar a poetas debutantes: 

 

“‘¡Claro! Yo le digo, claro que tiene”, respondió Flor, que tenía muy claro si algo hacía Ángel en aquella época era escribir, escribir todo el tiempo.

 

Las bodas químicas, el primer libro de poemas de Ángel Ortuño, se publicó en 1994. ⚫

Fin de la primera entrega




Fotos cortesía de la familia Ortuño Barboza, de Luis Vicente de Aguinaga y de Julio Alberto Valtierra. 

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