“En Latinoamérica hay guerras de exterminio”: Horacio Castellanos Moya 

A propósito de El hombre amansado, su más reciente novela, y de los personajes que conforman las sagas de sus libros, el escritor salvadoreño, avecindado en Estados Unidos, habla sobre la construcción de sus historias, sus vínculos y su visión de Latinoamérica, y sus gustos literarios

Por Ángel Melgoza / Fotos: R. Cortés

Una correspondencia irregular y melancólica. No sé cuántas veces le han pedido a Horacio Castellanos Moya (Tegucigalpa, Honduras, 1957)  que hable de su relación con Roberto Bolaño, me imagino que muchas, más de las que él, o su difunto amigo, quisieran. 

 

En parte aquello se puede deber a que el escritor chileno, Bolaño, se ha vuelto un ícono de la literatura a nivel global, algo así como un mito. No obstante haberse prometido no escribir más al respecto, Castellanos Moya lo hizo en 2012. 

 

En ese texto recuerda el espíritu contestatario (que no subversivo, ni revolucionario) de Roberto Bolaño. Recuerda cómo, cerca del final de su vida, seguía arremetiendo “contra las vacas sagradas de la novelística latinoamericana, en especial contra el boom, a quienes llamaba, en un email que me envió en 2002, ‘el rancio club privado y lleno de telarañas presidido por Vargas Llosa, García Márquez, Fuentes y otros petrodáctilos’”. 

 

En pocos párrafos, el autor de El hombre amansado (Random House), su más reciente novela, aclara cómo se ha venido construyendo desde la industria editorial el fenómeno de Bolaño. Y miren que nadie sabe para quién trabaja, pues hoy la obra de Bolaño ha venido a ocupar el lugar que el establishment estadounidense necesitaba para actualizar el lugar que el realismo mágico ocupaba bajo la etiqueta de Latinoamérica

 

Por eso pienso que es casi un juego la elección de palabras que hizo el mismo Bolaño para describir el trabajo del propio Castellanos Moya: 

 

“Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo”.  

 

Confieso que fueron las palabras de Bolaño las que me llevaron a revisar el trabajo de Castellanos Moya, quien además de lo anterior escribió que los vértices de la narrativa del autor de El asco. Thomas Bernhard en San SalvadorEl arma en el hombre, par de libros que Bolaño tuvo presentes al momento de escribir sobre el escritor nacido en Honduras y criado en San Salvador, eran “el horror, la corrupción y una cotidianidad que tiembla en cada una de sus páginas y que hace temblar a sus lectores”.

 

¿Y quién no quiere temblar? 

 

Me enteré que Castellanos Moya visitaría la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para presentar El hombre amansado, así que lo busqué para una entrevista. Pasaron algunas semanas y finalmente platicamos a la distancia durante los últimos días del 2022. 

 

—Para hacer esta entrevista me pediste que leyera El hombre amansado, pero creo que también me deberías haber pedido que leyera Moronga, tu novela anterior, porque ahí arranca la degradación nerviosa del profesor Erasmo Aragón Mira. 

 

—Sí, y todavía hay otra novela en que aparece él, se llama El sueño del retornoEstá situada 20 años antes en la Ciudad de México, y los sucesos ocurren en el año 1991. Es un monólogo de Erasmo Aragón. 

 

 

—Erasmo Aragón, fue periodista en México, profesor en Estados Unidos, investiga al poeta revolucionario Roque Dalton, ¿hay mucho de Horacio Castellanos en Erasmo Aragón?

 

—Hay varios aspectos míos que le he puesto al personaje. En primer lugar cierta apariencia física. Luego el background: yo no soy historiador, pero el personaje se mueve en un medio intelectual ajeno a muchos de mis personajes. Y en los tres libros donde aparece él lo ubiqué en lugares donde he vivido, donde puedo moverme sin ninguna duda, porque tengo experiencia acumulada, experiencia de vida. 

 

 

Digamos que esas son las tres cosas principales que tiene de mí. Pero fundamentalmente sus experiencias son distintas a las mías. En ese sentido no es autoficción, porque no estoy escribiendo sobre mis experiencias. Y tiene otro aspecto, que es un perfil psicológico totalmente neurotizado y extremo en el sentido de una paranoia extrema: estados nerviosos y psicológicos que por supuesto yo no padezco; de otra forma, no estaría vivo. 

 

 

Tiene cosas mías, sobre todo en su aspecto exterior. Eso lo hace un personaje más cercano, pero al mismo tiempo como es tan cercano me provoca un doble esfuerzo porque tengo que meterme en estados emocionales distintos a los míos, a fin de poderlos separar, de que no sea yo, porque a mí escribir autobiografía no es algo que me interese. 

 

 

Y la mejor manera de hacer eso es no prestarle mis experiencias, sino que él tenga las suyas propias. Yo estoy ahora en Estocolmo y él ha tenido sus propias experiencias en Estocolmo, las que se cuentan en el libro: internado en Iowa es salvado por una enfermera sueca que se lo lleva a Estocolmo.

 

 

Por supuesto ninguna de esas cosas me ha pasado, ya quisiera yo tener una enfermera así. Pero es a través de estas experiencias que me permito salirme psicológicamente de un espacio conocido y meterme o inventar una psiquis nueva. 

 

 

—Voy a ir citando algunas partes de tu libro. Siento que El hombre amansado realmente comienza en Moronga, donde se lee: “La fiscalía ha acusado de oficio al profesor Erasmo Aragón Mira de acoso sexual a la menor Amanda María Packer. Los padres de la víctima han optado por no hacer cargos en su contra. El indiciado fue internado en una clínica de Merlow City, luego de que sufriera una crisis nerviosa y un agudo ataque de hipertensión arterial cuando se enteró de la acusación; su contrato como profesor en Merlow College ha sido cancelado. Hasta la realización del juicio, permanecerá arraigado”. 

 

—Ese es exactamente el comienzo, es el background de la novela que se sintetiza en el capítulo dos de El hombre amansado, cuando se cuenta eso de una manera muy sintética también. Ahí arranca, pero cuando yo terminé Moronga no tenía idea de que iba a escribir El hombre amansado

 

 

—¿Y por qué decides escribirlo?

 

—Los dos personajes me quedaron en la cabeza. Cerré los eventos de Moronga y tanto José Zeledón como Erasmo Aragón me quedaron resonando… En el caso de Zeledón todavía no sé qué pasó con él después, porque los dos sobreviven a la novela en circunstancias distintas. 

 

 

De Aragón me sucedió una cosa muy extraña porque muchas veces las novelas o las ideas surgen de situaciones difíciles. Yo estaba en un hospital aquí en Estocolmo, en el hospital donde trabaja Josefin —la enfermera que en la novela rescata al profesor Erasmo—, y estaba en ese hospital porque estaba con mi hija. Ella acababa de nacer pero se tuvo que quedar diez días por la oxigenación y todo. Estaba ahí y vi a una enfermera que me llamó mucho la atención, más o menos como yo describo a Josefin en la novela: una enfermera llena de energía, buena voluntad, aparte de muy guapa. 

 

 

Y por una extraña asociación de ideas, yo dije “¡esta es la que va a salvar a Erasmo Aragón!”. Pero fue instantáneo te puedo asegurar. Y comencé a tomar apuntes. La trama era otra, pero comencé a tomar apuntes porque me habían quedado pendientes los dos personajes, como saga, qué pasa posteriormente. 

 

 

Me puedo olvidar de los dos personajes y no pasa nada, pero cuando uno ha estado tan cerca de ellos, se te quedan sonando, sonando, sonando. Y ahí fue donde hice la asociación: enfermera-clínica psiquiátrica. Y aunque esta no era una clínica psiquiátrica, se cerraron los circuitos y pensé que me lo iba a traer a Suecia.

 

 

Me llamó la atención también la posibilidad de mover a ese personaje con todos los traumas que ya tenía, con todas las experiencias horribles desde el punto de vista psiquiátrico, y ver cómo se movería en esta ciudad, en una relación con una mujer de acá. Y arrancó la novela. 

 

 

No es que me pusiera a escribir inmediatamente, pasaron meses, años, en que tomé apuntes. Pero ese fue su origen. 

 

 

Aún está pendiente una novela sobre Zeledón, que no sé si voy a escribirla. 

—Ojalá que sí lo hagas, ¡porque queda resonando en la última página de Moronga!

 

—¡Claro!, porque ellos no saben quién es, se les escapó. 

 

 

—Y tampoco nosotros sabemos muy bien quién es… 

 

—Ahhh, Zeledón tiene una larga saga. Publiqué en 2001 una novelita llamada El arma en el hombre, y ahí se desarrolla la historia de Robocop, que aparece un momentito en Moronga

 

Robocop era un ex soldado salvadoreño que cometió unos crímenes. Cuando lo llevaban en una avioneta para matarlo, él logra matar a dos tipos y obliga al piloto a aterrizar. Lo mata en la playa de Guatemala y comienza a subir al altiplano. Allá se encuentra un campamento de gente que se dedica a cuidar cultivos de amapola. 

 

 

El jefe de ese campamento es un exguerrillero que se llama el teniente Pedro, ese es José Zeledón. Y ahí está el Viejo —personaje que reaparece en Moronga— trabajando con él, porque el Viejo y José Zeledón vienen todavía de un cuento, “Némesis”, publicado en el libro El gran masturbador (1993), ambientado durante la guerra en El Salvador.

 

 

El teniente Pedro era el seudónimo de José Zeledón, que a su vez es el seudónimo de alguien que realmente se llama Joselito (risas) ¡es una historia larga!… 

 

Bueno, el teniente Pedro es el jefe de una unidad guerrillera que ataca una penitenciaría donde hay presos políticos y liberan a una gran cantidad, entre ellos estaba el Viejo. Pero el Viejo no era preso político, sino que el Viejo se cuela y se queda como cocinero en el campamento, donde hacen amistad. 

 

 

Por eso en Moronga ves que el Viejo siempre le dice “mi teniente”, porque Zeledón era el teniente guerrillero Pedro. Cuando acaba la guerra civil, la organización los manda a cuidar esa cosa de amapolas allá a Guatemala. Ahí les cae la DEA. Eso se cuenta en El arma en el hombre

 

 

Además —prosigue Castellanos Moya— los orígenes de Zeledón están en una novela que se llama La sirvienta y el luchador (Tusquets, 2011). Ahí está desarrollada su historia. Él era un estudiante universitario de ingeniería, tenía 19 años, su madre era una enfermera pobre, él un hijo bastardo, no sabía quién era su padre. Y la novela comienza con su primera operación guerrillera, de guerrilla urbana: el ajusticiamiento de unos esbirros. 

 

 

Son historias de personajes que no están contadas cronológicamente, sino que se retoman o se desarrollan dependiendo del libro. Porque todo esto está en el marco de un grupo de novelas, que son las novelas de la familia Aragón. Son siete novelas. Digamos que Erasmo es el último de la saga de los Aragón, pero yo tengo novelas sobre sus padres, sus tíos, sus abuelos (Tirana memoria, 2008) y Joselito (José Zeledón) es el nieto de la sirvienta de toda la vida de la familia Aragón. 

 

—¡Es un universo! Todo está relacionado. 

 

—Claro, y hablar de las novelas, se puede perfectamente, pero si querés hurgar, hurgar, hurgar, hay vasos comunicantes.

 

 

Y al final de cuentas estos dos personajes (José Zeledón y Erasmo Aragón) tienen una relación sin que ellos lo sepan, porque un familiar de Erasmo es el abuelo de Joselito; porque en la familia de la sirvienta, tanto ella como su hija, como su nieto, son bastardos. Es esta tradición patriarcal donde nadie se hace cargo de nada… 

 

—¿Hay paralelismos entre esa familia y la familia Castellanos, o la Moya? 

 

—No hay paralelismo, diría yo, pero sí hechos, personajes que están recreados, deformados y vueltos a hacer de otra manera; que tienen su base en un mundo familiar propio, en un mundo familiar que no tuve, porque esa familia se fue extinguiendo antes de que yo tuviera oportunidad de compartir con ella. Es una familia que se dispersó a causa de la guerra civil y la migración.

 

Es muy difícil decir que es una recreación de la familia Castellanos en el sentido estricto, pero es fácil ver algunos hechos fundamentales de mi familia a partir de los cuales invento la saga de los Aragón. Hay personajes de los Aragón que son totalmente ficticios, pero hay hechos, participaciones políticas, asesinatos.  

 

 

—¿Qué relación guarda tu trabajo periodístico con el de no ficción? ¿Se cuelan historias que has recogido de tu país El Salvador, de Honduras, de Guatemala? 

 

—Hay un par de historias, o varias seguramente, pero lo que pasa es que hay una parte de mi cerebro que cuando trabaja como periodista almacena cosas y las utiliza después, cuando ya no tiene idea de dónde vienen, ni cómo son. 

 

 

Yo no hago investigación, eso no me interesa, nunca lo he hecho para una novela. Ahora no te podría decir de ciertos casos, pero en algunas de mis novelas, sobre todo por allá del 2000, 2004, cuelo historias basadas en hechos reales. Pero no te podría decir de dónde venían o si son fidedignos, o si se me mezclaron con la invención, porque no los utilizo inmediatamente. 

 

 

Escribo la novela de Joselito, el origen de José Zeledón, por el 2009 o 2010 y se publica en 2011, pero los sucesos tienen lugar en 1980, treinta años antes. Entonces ahí ya todo se me hizo una mezcolanza. 

 

 

Por eso la ficción se me facilita más cuando pasa mucho tiempo, porque me siento más libre. No me gusta sentir la atadura de los hechos duros, del periodismo, en la ficción; en la ficción me gusta sentirme absolutamente libre. Y si bien hay un banco de experiencias, de información, en una parte de mi cerebro, cuando apelo a él, no apelo con sentido periodístico, de ver qué es lo que sucedió, sino como información dura que voy a trabajar a partir de mi antojo. 

 

 

Es el mismo método que tengo con los hechos históricos. Mi memoria me da la historia de un golpe de estado, de un alzamiento militar, y luego de una huelga general en El Salvador, y los personajes que aparecen en la novela son ficticios. 

 

 

Los protagonistas de los eventos históricos son reales, pero nunca tomo a un personaje histórico como personaje literario, eso no me interesa. Yo creo personajes laterales que me permiten contar las cosas de otra forma, libremente. Los personajes históricos me sirven como referencia para ubicar tiempo y lugar. 

 

 

—En El hombre amansado, dices: “Y lo despidieron, con esa cortesía tan correcta, como se despide a un apestado. Él mantuvo la mueca de una sonrisa, como si nada hubiese sucedido, aunque tuviera ganas de llorar o de insultarlos”. Me parece que tanto en esta novela como en la anterior revisas mucho el arquetipo de la sociedad estadounidense. 

 

—El Viejo en Moronga lo describe muy bien porque dice: “esta gente te mete un dedo en el culo, y quiere que des las gracias y aplaudas para que te metan otro”. 

  

Es una percepción que tiene la cultura latinoamericana de la cultura anglosajona, donde todo el mundo quiere aparentar ser bueno, donde todo mundo quiera aparentar ser correcto… 

 

—¿Cuál es tu experiencia de esa cultura ahora que llevas años viviendo en Estados Unidos? 

 

—Me es una cultura extraña. Entiendo sus orígenes religiosos y digamos que me acostumbré, pero al principio me costó entender cuál es el origen de esta necesidad de sentirse buenos, que es tan opuesta a ciertos patrones de la cultura latinoamericana, donde tienes que afirmar que sos suficientemente hijo de puta para que te dejen de robar, para que no se metan contigo. 

 

 

Esos dos extremos me llaman la atención. Si uno que ha tenido acceso a la cultura americana a través de las películas, y a través de las visitas, y a través de la gente que conoce, siente la distancia, me imagino personajes que son totalmente extraños, gente que viene del campo en Latinoamérica, debe ser una cosa bastante dura. Siento que hay un choque cultural ahí. 

 

 

Por el contrario las élites en Latinoamérica están reproduciendo el comportamiento, la forma de pensar y las actitudes de las élites liberales anglosajonas, protestantes y puritanas.

 

 

Ahí hay una esquizofrenia tremenda en nuestros países, porque tú ves a México y lees cada día de masacres en distintas ciudades, lees de una situación horrible, y al mismo tiempo hay sectores de las élites que sienten que están en Nueva Inglaterra, en Boston, luchando por los derechos de una minoría étnica. Es una esquizofrenia para mí porque en realidad en nuestros países la agenda que tiene pendiente es nada más el derecho a la vida, que no te maten (risas). 

 

 

—¿Se puede salvar esa incomprensión de parte de las élites hacia la realidad que viven las mayorías? 

 

—No, las élites siempre han vivido en una burbuja y siempre vivirán en una burbuja. Cada país latinoamericano vive muchas realidades. 

 

 

Puedo darte un ejemplo: ahora en El Salvador han capturado a unas 80 mil personas, en cuatro o seis meses, supuestamente la mayoría de ellos son mareros —pertenecientes a la Mara Salvatrucha, organización de pandillas criminales—, o tienen que ver con las maras. Y la clase media y la clase adinerada están muy contentas… Pero si han capturado a 80 mil, ¿cuántas personas, cuántas familias, se ven afectadas? Porque por un hombre capturado en edad productiva, estás hablando de que por lo menos hay 800 mil o medio millón de salvadoreños que están traumatizados por esta campaña de represión. 

 

 

Y al mismo tiempo hay un gran sector de población que está contenta porque visualizan que de ahí viene la violencia de las maras, que es lo que los tenía aterrorizados, y prefieren el terror de la represión que sólo va a los sectores más pobres. Esto en la pequeñez del caso de El Salvador, ahora México es mucho más complejo. 

 

 

—Habiendo vivido en México, no sé si a ti te llama también la atención, ¿te acuerdas de esa gran marcha de la clase media por la paz? Todo el mundo vestido de blanco, en la capital y otras ciudades. Eran momentos donde se veía mucho secuestro, realmente las élites se sentían desesperadas, y ahora parece que las cifras de secuestros y extorsiones de alto nivel han bajado, pero hay una violencia criminal, desapariciones, que afecta mayoritariamente a las clases bajas, y me parece que hay algo ahí perverso…

 

—Hay una cosa perversa. Bajo distintas consignas en muchos lugares de Latinoamérica hay guerras de exterminio contra los sectores más pobres y los sectores que no encajan en los nuevos esquemas productivos. Eso es evidente. 

 

 

***

 

—Leyendo Moronga me imaginaba que después de lo que Erasmo Aragón encuentra en los Archivos Nacionales de Estados Unidos, lo lógico era que escribiera sobre ello, que en esta novela volviera a tomar relevancia ese trabajo, y sin embargo casi cualquier trabajo profesional se le estanca. 

 

—Claro, porque él le atribuye su crisis a un sentimiento de culpa por irse a averiguar esas cosas de Roque Dalton. Si él no hubiera ido a Washington a buscar esas cosas en los archivos, no se hubiera visto involucrado en ese problema con esta chiquilla y con estas acusaciones, y su vida hubiera tenido otro patrón. 

 

 

Por eso no puede volver a ello, y eso le repudia, porque le recuerda una cosa, que “por andar hurgando en estos excrementos, me llené la mano”.  

 

 

—Hablando de excrementos, una cita más: “No sé qué decir, musita contrito. No comprendo qué sucedió. Lo siento. No recuerdo nada. Ella guarda silencio un rato. Nuestra relación ha terminado, dice tajante, como una decisión inapelable. Defecaste en ella y en mí. No quiero volver a verte. Empaca tus cosas y te vas”. La caga, literalmente (risas)… 

 

—Ahí no hay para donde moverse. Es una personalidad en picada, una persona en proceso de derrumbe. Nada lo salva, veremos cuando regrese a Centroamérica. Pero eso son otros diez pesos (risas).  

 

 

—Y  a todo esto, ¿cuál es la relación de Erasmo con Centroamérica y con El Salvador, su país natal? 

 

—Pues cambia porque la relación que él tiene con el país natal en Moronga, y en El sueño del retorno, es una relación de total atención, de total identificación. 

 

 

En El sueño del retorno porque es el final de la guerra civil y él está atento a eso. Y en Moronga porque, pese a que está viviendo en Estados Unidos, su mundo mental tiene que ver con El Salvador, las memorias de su juventud, de la gente, la vida del poeta Roque Dalton. A través de eso recupera parte de la historia salvadoreña, sus experiencias durante los comités de solidaridad en la guerra. Todo eso forma su mundo y es un mundo con el que se identifica porque le da identidad, porque le da pertenencia. 

 

 

Esa es la relación con su país en esos dos libros, pero en El hombre amansado ya no quiere saber nada de su país porque ya no quiere saber nada de su pasado. 

 

 

—Y cuando menos quiere, es cuando se verá obligado a volver. 

 

—Ahí está la cosa, que nadie sabe para quién trabaja. Pareciera que le va tocar enfrentar sus fantasmas.  

 

 

—¿Y cuál es la relación de Horacio Castellanos con El Salvador y con Centroamérica? 

 

—Menos conflictiva que la de Erasmo. Es decir, ahí está la memoria, ahí está la identidad, ahí está la pertenencia, no me peleo con ella como se pelea Erasmo. Él se pelea muchísimo y al final trata de olvidar y tiene una relación contradictoria porque está tratando de olvidar, pero al mismo tiempo a la única persona a la que trata es a Koki, un salvadoreño que se encuentra en el bar, y que es como una pesadilla para él porque no le gusta. 

 

 

Digamos que yo sigo con atención el país, no con la misma pasión de antes, por supuesto, porque los años lo enfrían a uno, pero sigo con atención lo que sucede. 

 

 

—En Moronga cuelas el que me parece uno de los mejores títulos que puede tener una novela Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. partir de eso, quiero preguntarte por tus influencias literarias. Las podemos dividir en tres etapas… 

 

—Mis influencias… ¡Quién sabe! Porque los escritores cuando hablamos de nuestras influencias, hablamos de los autores que nos gustan…

 

—De los autores a los que les gustaría parecerse. 

 

—O de lo que te gustaría haber escrito, parecerse no tanto, porque había gente muy fea como Dostoievski, pero uno quisiera haber escrito libros como los suyos; o llena de granos como Flaubert, yo no quisiera ser como Flaubert, pero quisiera haber escrito esos libros. 

 

 

Es decir, los libros que uno admira y sus autores son los que quisiera haber escrito, y no son necesariamente los que influyen. 

 

 

Yo diría que en los primeros años me influyó mucho la novela francesa, Stendhal y Flaubert. Dostoievski, que lo leo y lo releo cada vez que me da la vida, Chéjov, la literatura rusa del siglo XIX, la literatura norteamericana del siglo XX, en especial William Faulkner y los escritores del sur, la literatura policíaca, Raymond Chandler, Dashiell Hammett y algunos de sus descendientes. 

 

Eso en mi formación, porque yo comencé como poeta; entonces poetas como Rilke, Pessoa, Saint-John Perse, Quasimodo, Ungaretti, Montale, los poetas italianos de la primera mitad del siglo XX, fueron poetas que me gustaron mucho, incluso sus narradores como Cesare Pavese. 

 

 

Un autor que me influyeron al arranque muy fuertemente fue Henry Miller, por su libertad (que ahora lo acusan de ser un depredador) como escritor, que para la época norteamericana no era gratuito que sus libros fueran prohibidos en Estados Unidos. 

 

 

Ya entre mis 30 y mis 40 años comencé a gustar de la literatura centroeuropea, gusto que después desarrollé mucho más. En mis treintas empecé con Kundera, pero después me fui metiendo en literatura en lengua alemana, me metí mucho en Joseph Roth, me metí mucho en autores del período de la entreguerra, de la caída del Imperio Austro-Húngaro, como Karl Kraus. Luego Elías Canetti. Y Thomas Bernhard, que ya es más contemporáneo. 

 

 

La literatura centroeuropea me llama mucho la atención. Me gusta. 

 

 

—¿Por algunas razones que identificas?

 

—Creo que tiene que ver con el derrumbe. Expresa el derrumbe del centro de Europa, tanto con la Primera como con la Segunda Guerra Mundial. Es una zona donde las crisis han sido permanentes. Luego tuvieron un largo periodo de dominación soviética que les dio estabilidad a costa de la libertad, pero digamos que antes de la Segunda Guerra Mundial fue una zona muy convulsa.  

 

 

A nivel latinoamericano Onetti, Rulfo, Julio Ramón Ribeyro y Rubem Fonseca son como mis influencias. 

 

 

Ya la tercera etapa no existe porque ya no lees nada nuevo, es decir, ya casi no leo literatura. Estoy releyendo, siempre releo libros. Leo cosas nuevas pero sólo las que me recomiendan mucho, para no defraudarme. 

 

 

—Y específicamente de Daniel Sada, de Porque parece mentira

 

—Eso es un homenaje, porque me caía bien Daniel. Siempre en mis libros hay por ahí como una puntada, un homenaje a alguien. La muerte de Daniel me resultó un poco abrupta, todavía tenía qué dar. Así hay en varios libros hay frasecitas perdidas para quien las conoce. En Insensatez tengo alguna cosa sobre Truman Capote. Son guiños. 

 

 

—Te escuché decir en una entrevista que “por todo se paga un precio, nada es gratis en la vida”. ¿Cuál es el precio que has tenido que pagar por dedicarte a la literatura?

 

—No sé el precio. En términos generales es más como que aquí no hay combos, es ir libro por libro. Hay libros por los que he pagado un precio alto, como por El asco. Muchas animadversiones y odios. Las sensibilidades a veces son extremas. 

 

Hay un ensayo donde cuento eso. Está contenido en Roque Dalton: correspondencia clandestina. El ensayo se llama “Orfandad y herencia literaria”,  no me extrañaría que estuviera en la red reproducido porque fue una conferencia que di en la Casa de América en Madrid. Ahí planteó cómo la literatura de alguna forma para mí es un destino. Y ese destino conlleva los precios que tengo que ir pagando por cumplirlos.

 

Ningún destino es gratis. Hay partes de la vida que no realizás como se supone que se tendrían que realizar. Partes relacionadas con la vida de la familia, partes relacionadas con la vida de las expectativas. Por estar en ese mundo de ficción, en ese mundo de fabulación en el que se vive cuando se está escribiendo. No necesariamente sólo cuando se está escribiendo, porque a veces, la mayoría de las veces, estás en ello aunque no estés escribiendo. 

 

 

—¿Te dedicas solo a escribir?

 

—No, yo vivo de dar clases. Doy clases en la Universidad de Iowa. Y antes viví de ser periodista. Nunca he vivido de mis libros, desgraciadamente. 

 

 

—Quizás apenas llegue esa etapa. 

 

—Ya para antes vendrá la muerte, como dicen (risas). ⚫

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