Las variaciones de Teresa González Arce
Una conversación con la escritora y profesora investigadora que co-impartió el Taller de Ensayo de GCML junto a José Israel Carranza
Por Angel Melgoza / Fotos de R. Cortés
Quizás no es coincidencia que Teresa viva justo en frente de la casa que habitó cuando era niña. Podríamos decir que tiene el pasado a sus espaldas, y se suele decir que eso es bueno: ‘déjalo ir’, ‘aprende a soltar’, ‘para atrás ni para tomar impulso’… pero en sus clases sobre el ensayo Teresa retoma la importancia no solo de mirar al pasado, sino de acercarse, estudiarlo, entenderlo y abrazarlo para transformar el presente.
Entonces quizás sí, sí es una coincidencia gozosa, que esa mujer que logró su objetivo de salir del país, estudiar en Francia, y que terminó dejando el piano por las letras, volviera al barrio de su infancia y saludara por las mañanas al ágil señor José Ángel de la sastrería, a la señora Chata de la comida corrida, al doctor Florencio que la atendió de niña, o a la señora de los abarrotes La Gota de Agua que con cariño la siguen llamando Teresita.
Los padres de Teresa eran músicos en una época en que los jardínes de niños tenían pianos y clases de educación musical. Ella, su mamá, daba clases en kinders, secundarias y escuelas normales. Él, su papá, había estudiado arquitectura y al igual que la madre de Teresa soñaba con ser cantante de ópera. Todavía resuenan en su memoria los cantos goliardos de Carmina Burana que su padre escuchaba por las noches. Un recuerdo terrorífico, por supuesto.
Teresa se acuerda de esos padres que lloraban frente a un montón de escombros un sábado 13 de diciembre de 1980, cuando la llevaron a ella y a su hermano a ver los restos de la recién demolida Escuela de Música de la Universidad de Guadalajara (UDG).
Esos mismos padres, amantes de la música, eran lectores. No escatimaban a la hora de comprar libros, pero sobre todo su padre era un aficionado de los todavía comunes y bien surtidos puestos de periódico: literatura francesa y española en tomos, enciclopedias divididas en temas: cocina, viajes, y salud, por ejemplo.
Siendo una niña a la que le gustaba estar sola, en la sala de su infancia Teresa jugaba a inventarse mundos, escuchaba la radio (en aquella preciosa consola que su padre se había ganado en una rifa), leía y cantaba. Conforme creció se dividió entre el gusto por la música (había aprendido a tocar el piano como su madre), y una idea por estudiar letras derivado de un catálogo de carreras de la UNAM que llegó a sus manos.
Teresa González Arce nació el 28 de marzo de 1971 en Guadalajara. Es doctora en Estudios Románicos (Universidad Paul Valéry de Montpellier), profesora investigadora en la Universidad de Guadalajara y autora de libros sobre literatura española e hispanoamericana y de dos libros de ensayos personales, Días hábiles (UNAM, 2010) y La mala memoria (Universidad Autónoma de Querétaro, 2020).
—Me habías dicho que escribías de pequeña, ¿qué escribías?
—A veces mi papá nos llevaba con él a trabajar, cuando tenía mucho trabajo le pedía a mi mamá que nos llevara con él porque era muy familiar, le gustaba que comiéramos en familia, entonces ahí vamos todos. Y yo agarraba la máquina de escribir y hacía dizque cuentos o novelas, poemas, una vez gané un concurso de poesía cuando tenía creo que ocho años.
—¿Cómo fue que decidiste estudiar la Licenciatura en Letras en la UDG?
—Me gustaba leer, y me gustaba escribir. Aunque ciertamente hubo mucha incomprensión para la gente que estudió y dio clases en la carrera de letras, porque las motivaciones no siempre eran las correctas. A mí me gustaba mucho la lingüística y el análisis de textos, pero lo que más me gustaba era escribir, y creo que era el mismo caso para mis compañeros. Nadie tenía la pretensión de ser filólogo, como en España por ejemplo. A nosotros nos daban como una pizquita de latín, solo dos semestres y muy básico, mal pronunciado. Pero lo que hacía a la carrera interesante era estar leyendo y pensando que podías escribir algún día, pero eso no ocurrió conmigo cuando estudié.
Al mismo tiempo siempre quise irme de mi casa, irme de Guadalajara, irme de México, me aficioné a juntar en una cajita noticias de ofertas de vuelos baratos a Europa, cuánto costaban los vuelos, las ganas las tenía. Estudiaba alemán con la ilusión de algún día poder ir a Alemania, estudiaba francés también porque quería ir a Francia.
Yo en el fondo pensé que iba a ser más fuerte el gusto por la música que el gusto por la literatura. Iba en la mañana a clases de música, pedía permiso y faltaba a algunas clases de letras. Cuando llegué a cuarto semestre tomé la determinación de salirme de la carrera, pensé que lo mío era la música, ya ni leía lo que me dejaban y no participaba mucho en las clases.
Hablé con mis profesores, les dije a mis papás, y mi papá dijo ‘nada de eso, si quieres estudiar música, estudia también letras’. A él le interesaba mucho que yo tuviera un título, y como él había estudiado música sabía que las opciones de trabajo eran reducidas.
Parece mentira o chiste porque en un mundo normal si tienes un hijo, hija, que quiere estudiar música o letras estarías inconforme con las dos carreras (risas). Hubiera dicho ‘estudia medicina, leyes, arquitectura, algo decente’, pero no, lo que yo escogí eran dos cosas que normalmente tendrían que haber hecho enojar a mis papás, a los dos. Y no.
—¿Cómo fue que te fuiste a estudiar a Montpellier, Francia? Donde obtuviste tu doctorado en Estudios Románicos por la Universidad Paul Valéry
—En 1996 conseguimos una beca y nos fuimos a Francia a finales de septiembre con quien ahora es mi esposo, Luis Vicente (De Aguinaga). Nos fuimos de novios, en el pecado (risas), mis papás no dijeron nada.
Yo estaba muy aferrada y era muy insistente con esta idea de que quería irme lejos entonces preguntaba aquí y allá. Era una época sin Internet, hay que ponerse en esa situación. ¿Cómo conseguía la gente irse? Tenía a una amiga que estaba estudiando chelo en Linz, pero ella es hija de la pianista Carmen Peredo y de alguien muy conocido en el mundo de las letras, Ernesto Flores. Ellos tenían amigos en Austria y la mandaron. Yo pensaba ‘ella no cuenta porque a mí nadie me va a mandar’, ¿entonces qué hago?
Fui una o dos veces a las oficinas de Relaciones Exteriores porque decían que ahí llegaban las opciones de becas, y sí llegaban, pero ya habían sido seleccionadas en la Ciudad de México, y quedaban las que nadie quería o las que ya había pasado el tiempo.
Después de mi intento por dejar la carrera me porté bien y sí estudié, me veían como alguien estudioso, y una maestra me ofreció una carta de aceptación de un profesor suyo en Montpellier. Yo inmediatamente acepté la oferta porque quería irme…
—¿Y jalaste a Luis Vicente?
—Pues sí (risas). Para bien y para mal porque la que tenía más ganas de irse era yo. Pasamos unos días en París, pero desde que íbamos llegando al sur vimos que el paisaje iba cambiando y yo me empecé a sentir decepcionada porque no era lo mismo.
Al principio Montpellier no me gustó tanto, pero fue con el paso de los días que aprendí a apreciarlo y a hacerme a la idea de los maestros que tenía, del paisaje, de lo que era la vida en una ciudad pequeña a la que acabé adorando. La añoro.
—¿Qué trabajaste en tu doctorado?
—Yo llegué diciendo que quería trabajar a Luis Rosales Camacho que era el poeta que más me gustaba. Pero a mi directora como que no le gustó la idea, me dijo varios autores, ‘¿los conoces?’, ‘no’, ‘ah pues mira’ y me dio una pila de libros. Devoré esos libros, me gustaba ir al jardín botánico, a la biblioteca, y había muchos de un autor que leí varias veces, (Antonio) Muñoz Molina, entonces le dije ‘quiero hacer mi tesis sobre él’.
—¿Cómo llegó a tu vida el ensayo?
—Para mí un ensayo era algo que no tenía ficción y que tenía información importante, y a veces era agradable y a veces no. En Montpellier tenía que estudiar las cuatro novelas de Antonio Muñoz Molina, que eran las que había en ese momento, y pensé que era necesario ir cotejando eso con los artículos periodísticos que él escribía, y ahora pienso que eran más bien como ensayos. Eran columnas que escribía en El País Semanal, y que yo estudiaba sin saber que algún día podría catalogarlas dentro del género ensayo.
Además de eso leí otras cosas más ensayísticas que también estaban en francés y en español, ensayos de hermenéutica, mitología, sueños, Freud, cosas que me iban interesando. Como ya tenía el hábito de estudiar durante muchas horas seguidas no me costaba trabajo llegar temprano y quedarme hasta la hora de la comida, comer y luego volver a la biblioteca.
—¿Antonio leyó tu tesis?
—No me atreví a escribirle en el proceso, yo sabía que muchos estudiantes hacían eso con los autores contemporáneos que estaban trabajando, pero yo por timidez personal y de lo que estaba haciendo, no le escribí. Me daba pena decirle a alguien que estaba trabajando sobre lo que él escribía. Sentía que la tesis iba a ser sobre los textos y no tanto sobre él.
Cuando la terminé se la mandé y me contestó una carta que conservo, muy bonita. Después lo conocí, y lo he presentado tres veces aquí en Guadalajara. Me mandó su último libro, y yo le mandé el mío, el de La mala memoria.
—¿Cuál es el antecedente de tu primer libro de ensayos Días hábiles (UNAM, 2010)? ¿Cómo surgió?
—Cuando regresé a Guadalajara me dieron ganas de empezar a escribir. Fui a oír a José Israel Carranza a una de las presentaciones que hacían en la librería del Fondo de Cultura Económica; Israel había sido compañero mío en la carrera, y se me hizo muy interesante lo que dijo, porque empezó hablando del ensayo de una manera que yo no sabía que se podía hablar.
Me inscribí a su taller, debió haber sido en 2004 o 2005, y en aquel momento era en la mañana y me quedaba caminando de mi trabajo. Estuve asistiendo mucho tiempo. Ahí leí otro tipo de ensayos, y empecé a escribir.
—¿Qué es el ensayo?
—Es un espacio de libertad, donde uno no tiene prácticamente obligaciones más que con uno mismo y con lo que a uno le gusta. La responsabilidad que uno tiene con la escritura, pero no es algo que sirva como un mecanismo de control, escribes sobre lo que te gusta. No hay un tema, para mí es algo que tiene que nacer, llegan los temas o los construyes, que a veces es algo que confundo porque no sé cuándo lo construí y cuándo está naciendo. De pronto hay un tema que tú ves sobre el que puedes hacer un ensayo y lo escribes; te dejas llevar por el ritmo de tus frases, por el aliento que tengas, por la pasión que ese tema te despierte, o la diversión que te cause. Es un espacio que te hace reír, llorar, hacer introspección, te pone en todos los estados de ánimo.
—¿Qué elementos debe tener un ensayo memorable?
—Un ensayo memorable es un ensayo que no sea demasiado complicado, ni demasiado truculento, que esté muy bien escrito, y que se desprenda de él una voz que encuentres familiar, cercana, sencilla, que se dirige a ti; que se permite jugar o irse por lugares por donde no esperabas; que se empiece a hablar de una cosa cuando se habla de otra; que no sea excesivamente largo ni demasiado corto, que tenga una longitud que te permita como lector disfrutarlo, y no querer que se acabe. Y que cuando se acabe, sientas que se haya acabado y te den ganas de volver a empezar.
También que te haga hacerte preguntas: ¿qué podría significar esto en mi vida? Si yo fuera la que escribe esto, ¿a quién se lo escribiría? Me gustan los ensayos que son claros, que terminan bien, y que tienen forma.
El ensayo puede terminar abruptamente, como lo hacía (Michel de) Montaigne, y uno se lo permite porque es tan cercano y tan lúcido, tan amable al escribir, que no importa que termine así. Pero yo prefiero cuando hay finales que son como una despedida cordial para el lector. Tengo mucho el ideal de la música, con esa cadencia que anuncia el final, y con ese final que no puedes decir que no es final (risas).
—¿Cuáles son tus días hábiles?
—Los días en que a pesar de tener otro tipo de trabajo me doy permiso de pensar en ese ensayo que estoy haciendo, en un ensayo que puedo hacer, y en escribir. No me puedo esconder del trabajo, pero a veces no me gustan las cosas en las que chambeo, entonces cuando consigo abrir un espacio o encontrar tiempo para leer y para tratar de escribir o hacer cosas que me gustan que no estén relacionadas con mi trabajo, ésos son los días hábiles.
Son hábiles por esa habilidad que tiene que ver con la manualidad, con el trabajo manual, con el trabajo gustoso, con algo productivo, provechoso, pero también divertido. La habilidad es algo que te hace estar en todo tu ser; una habilidad no nada más está en tus manos. Yo lo veía con mi papá. Era muy hábil con las manos, pero no era solo eso, era el humor, la inteligencia, la desgana que se convierte en interés, estos cambios emocionales tienen que ver con la habilidad manual. Y en el caso de los días hábiles tiene que ver con ese tipo de trabajo que te llena y te es útil.
—¿Cómo describirías el ‘estado de salud’ del ensayo en nuestra sociedad?
—Tengo esta planta que se llama sinvergüenza, y primero pensé que le decían así por el color, pero creo que más bien es porque se da bien en todas partes, no es trabajosa. Se da en cualquier lugar, prende en el agua, en la tierra, en el sol, en la sombra, en cualquier parte vive.
Creo que el ensayo es así. Porque sin que se den cuenta de que es ensayo, puede estar hasta en un periódico. Yo pasé de noche sin saber que lo que estaba analizando para hacer mi tesis eran ensayos. Ni Antonio (Muñoz Molina) les llama ensayos, en general en España no se les llama así. Pero aquí también podemos ver una prosa ensayística en Leila Guerriero, en Irene Vallejo, y en los primeros trabajos de Valeria Luiselli.
Me ha tocado ver libros que son de ensayo, pero que en la cuarta de forros (contraportada) hablan de ellos como si fueran novelas; es lo que ocurre con algunos libros de Luigi Amara, o de Jazmina Barrera, que son ensayistas. Como de pronto narraciones pequeñas se van hilvanando entre ensayos, quieren que la gente vea ahí una novela. Se me hace medio tramposo, pero al mismo tiempo me da gusto que los publiquen.
—¿En qué estás trabajando?
—Estoy trabajando con mucha emoción en un ensayo que hable sobre el ‘yo’, por ejemplo investigar cómo era el yo de Montaigne, qué debemos entender por el yo en las palabras al lector: “lector esto que estoy escribiendo habla sobre mí, yo mismo soy la materia de mi libro”. Cuando él dice “yo mismo soy…” ¿Quién es ese yo? ¿Cómo debemos entenderlo?
Es un tema que abordaré en el taller que voy a impartir durante el programa Guadalajara Capital Mundial del Libro.
Leyendo y releyendo a Montaigne descubrí una cosa que parece una obviedad para quienes ya se dedican a estudiarlo, pero no para mí. Montaigne afirma a lo largo de sus ensayos que él no está hecho sino que se está haciendo al mismo tiempo que el libro. En un momento dice, “si el mundo está lleno de variaciones, ¿por qué el ser humano no tendría que ser así?” Él cree que lo más importante en él es que está variando todo el tiempo.
—¿Te sientes reflejada en eso?
—Me siento reflejada.
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