

réflex
Un relato sobre el dolor de la pérdida en formato 35 mm
Por Abril Posas
Para Diana, que no envejecerá a los ojos de Andrea
I
Dicen que se aprende a contar las horas a la expectativa de algo. Yo aprendí a hacerlo gracias a la ausencia.
Hace catorce meses, dos semanas, un día y ocho horas que no vemos a mi madre. Cruzó la puerta de la casa una tarde, con una bolsa de tela que llevaba magazines de rollos fotográficos y nadie supo hasta dónde fue a parar. Eso nos contó mi padre, quien jamás entendió la afición de mi madre por tomar fotografías, un gusto que no le llegó en la juventud, sino cuando yo ya me había ido de casa y tenía más tiempo libre. No recuerdo bien el timbre de su voz, pero sí el ruido que hacía el mecanismo de su réflex cada vez que avanzaba la película dentro de la cámara. Así nos dábamos cuenta de que estaba en algún cuarto de la casa. Desde que el artefacto se fue, nos hicimos del silencioso recuerdo de que mi madre ya no está.
Cuando tenía diecisiete años huí de casa a intentar algo con mi vida. A cazar un propósito, si se quiere ver de esa manera, y aunque todavía no estoy segura de haberlo encontrado —quizá sí, quizá no— admito que sentía un dejo de satisfacción cuando la noche me atrapaba dentro de mi departamento y desde la ventana de la cocina veía a la distancia, y me perdía muy lejos sin una sola razón para detener mi viaje. Pensaba que sentirme de esa manera, serena, ¿feliz?, era mi venganza a un padre que, entre chistes a la hora de la comida, sólo me repetía que con “esas fachas y esos modos jamás encontraría marido”. Pero hace catorce meses que ya no tengo tiempo para desperdiciar en autocomplacencias o en orgullo por la soledad de la independencia. Después de cerrar la caja en la ferretera, me despido de don Omar y tomo el legajo de fotocopias que tienen el rostro de mi madre para repartirlo, de nuevo, entre las manos de los vecinos, los que llegan y se van desde la central de autobuses, y reemplazo aquellos que se despegaron de los muros de las iglesias, los Oxxos, los bancos, los hospitales y parabrisas de los autos estacionados. Antes de medianoche, aún, voy a casa de mi padre, lavo los trastes, me encargo de su ropa y pasamos el rato en silencio mirando a la puerta como quien invoca un fantasma para que regrese, no importa si lo hace arrastrándose, medio desecho o convertido en un cadáver, a la mitad del camino, que decidió regresar al darse cuenta de lo definitivo que es el más allá. A veces me sorprendo preguntándome cuántos desaparecidos se encuentran a ellos mismos al momento de alejarse de sus seres queridos y deciden volver sus pasos porque en otro sitio a la vida le hace falta un poco de la miseria rutinaria de la familiaridad.
¿Mi madre extrañará esta vida medio quieta, tan cerca de un desierto, en la que su esposo y su hija no aprenderán a platicar entre ellos porque ella, mi madre, era el puente mudo que nos mantenía cerca? Durante las primeras semanas que siguieron a su partida me imaginé que ya había tomado fotos a todo lo existente en el pueblo, por lo que necesitaba otro paisaje y nuevos rostros para sus retratos comunes. Si se llevó la cámara y un montón de magazines, seguro tendría en mente un proyecto para llenar otro álbum de fotos que se empolvaría junto a los otros, porque si no lo hace ella, nadie más se atreve a pasarle un trapo encima a lo que sus manos tocaron. ¿Qué tal si se nos borra, ahora sí y sin remedio, lo último que nos queda de su cuerpo? No me atrevo a mover nada de su lugar. Sus cajones siguen llenos de su ropa, jabones y medias. Su Biblia sigue sobre la mesa de noche, el champú con el que se bañaba la aguarda en la regadera y la toalla con la que se secó hace más de un año la espera, lánguida, aferrada a un gancho de pared. Mi abuela piensa que es buena idea mantener todo intacto, para que mi madre se dé cuenta de que jamás perdimos la esperanza y la buscamos con el mismo ahínco de un ciego que anhela la salida de un pasillo estrecho. Desde hace catorce meses, sé que mi abuela piensa muchas cosas; sin embargo, no se entera de nada y es mejor asentir sin pensarlo cada vez que convoca a otro grupo de vecinos a rezar un rosario colectivo, que ayude a su nuera a regresar a casa. A veces, mi padre se les une; otras, se encierra en su habitación a no hacer nada, sólo pararse frente al espejo y, asumo, retar a su reflejo a ver cuál de los dos aguanta la mirada del otro sin parpadear. ¿De tanto mirar al otro, éste lo miró ya de vuelta? Desde hace catorce meses, finjo que no quiero gritar en medio de esa simulación, ese optimismo maquillado con plastas disparejas y grotescas en todos aquellos que, como si no lo hubiera descubierto, se rindieron tiempo atrás, mucho antes que yo, y sólo la buscan con avemarías y padres nuestros.
Un martes de hace catorce meses y dos semanas, mi madre desapareció acompañada sólo de su cámara y rollos de veinticuatro fotos a color en una bolsa de tela. Ocho meses y un día atrás, todavía hablaba de ella en presente. Hasta que una tarde me puse a repasar las fotografías que guardaba en álbumes y portarretratos.
II
—Voy a empezar a tomarles fotos, antes de que se me vayan —decía regresando el rollo antes de guardar el magazine en su estuche.
Esa era la respuesta que le daba a todos los que le preguntaban por qué tantos clics, por qué siempre sin flash y por qué a todos lados con el aparatito ese. Nunca quiso hacerlo con una cámara digital, menos aún con un celular. Pensaba que le restaba el mérito artesanal. A pesar de que no era una fotógrafa de escuela, ni una artista con años de experiencia en posar como intelectual, tenía madera para convertirse en cualquier fantochito de escuela de artes, sólo que con una intención genuina.
—Si lo único que sé hacer es con las manos, mejor aprovecho mientras me sale— añadía.
Fermín, el último encargado de la farmacia que todavía sabe revelar fotos y primo de mi padre, le metió en la cabeza el pasatiempo, y ha sido también de los pocos que no dicen ni hacen tonterías cuando entro a comprar Ranitidina para la gastritis de papá. Solía celebrar la entrada de mi madre, porque ya sabía que iba a pasar, al menos la siguiente hora, imprimiendo capturas en las que, a veces, él era el protagonista.
—Qué bien te salen los rostros, Adriana —dijo un par de semanas antes de que ella desapareciera.
Yo estaba a unos pasos de ellos y vi cómo ella aceptó el cumplido con un movimiento discreto de cabeza. No podía verle el rostro, pero sí a Fermín, quien a pesar de echarle flores a las fotos de su prima política, no estaba sonriendo del todo. De eso me di cuenta ocho meses y un día después; en su momento sólo fue un instante a la distancia. Lo que no se me olvida, es que mi madre le pidió, ahí mismo, que ampliara la última foto de ella con mi padre, que yo había tomado.
III
Mi madre nació porque Dios lo quiso.
O al menos eso creía Tita, quien la parió a pesar de haber dicho que no habría más bebés después de la quinta de sus hijas. No es que mi mamá hubiera pedido nacer, así que se hacía la sorda cuando Tita contaba el calvario que atravesó desde que se dio cuenta de que estaba embarazada, hasta que sus hermanas comenzaron a hacerse cargo de ella. Mis tías siempre dijeron que era una niña de fácil trato. Es decir que no hacía mucho más que estarse quieta dibujando, aprendiendo a tejer o, simplemente, guardando silencio entre los gritos con los que creció. Pero también era independiente cuando se lo proponía. Una vez, me contaron, fueron a comprar fruta en la camioneta del abuelo con todas en la caja trasera. Ya no eran niñas, aunque todavía se reían entre ellas cuando pasaban junto a un chico y ocultaban el rostro si éste las miraba directo a los ojos. Mi madre no desviaba la mirada; más bien los hacía transparentes, clavando las pupilas más allá de los dientes amarillos de los que querían impresionarla, los rostros recién liberados del acné, los caminos de tierra, el pasto seco de las granjas y el vacío extenso hasta el horizonte.
“Si no es por mí, tu madre no se casa”, declaró Tita cuando yo tenía ocho años. En ese momento miré a mamá para comprobar la versión, y ella sonrió débilmente y me cerró el ojo. Es curioso cómo un recuerdo cambia a medida que pasa el tiempo: nunca lo vemos igual en fechas distintas. Hasta el día de hoy, ese instante es quizá uno de los más dolorosos que guardo en la memoria. Desconozco por qué Dios decidió que mis padres me engendraran sólo a mí, y ya que tampoco me ha explicado por qué nadie se ha acercado a decir qué le pasó a mamá, supongo que la única misión de Dios es jodernos, hasta que alguien traiga al ejército, esta vez de maquinaria pesada, y nos convierta en un centro comercial más.
Toda mi niñez, hasta que cumplí diecisiete años, conocí las aficiones que mi madre no pudo mantener. Me la imaginaba con poca disciplina, dispersa, insatisfecha. Como dije, con el tiempo cambia nuestra manera de ver las cosas, y cuando era adolescente, me costaba entender por qué se inscribía un viernes a clases de pintura, y dos semanas después abandonaba los pinceles y los guardaba en el cuarto del patio trasero. Me gustaba hurgar entre tantos artefactos y jugar a que era algo que mi madre no había logrado: pintora, costurera, repostera, panadera, jardinera… Pensaba que todo era un esfuerzo más para ganar dinero extra. Vender macetas, cuadros al óleo de bodegones, ropa a la medida o composturas, pasteles para los cumpleaños de los niños de la cuadra… Mi papá se ponía de pie junto a la máquina de coser o junto al horno, ponía la mano derecha sobre su hombro y le decía algo que yo no alcanzaba a escuchar del todo. “Del sustento me encargo yo, mi reina. No tienes que hacer esto”, era siempre el remate a todo lo que susurraba al oído. A partir de ese momento, mi madre desistía y se olvidaba de su nueva actividad.
Lo que sí le duró, y no cobró nunca por ello, fue la fotografía. Tomó clases con Fermín, quien pronto le ayudó a conseguir una Nokia réflex en el bazar que realizó una de sus vecinas. La mujer había rentado un cuarto a un periodista francés que buscaba registrar los hogares en los que “disminuía la cuota de género”, decía en tono irónico cuando se ponía borracho con los visitantes en el pueblo. Todos conocíamos alguna familia a la que le hacía falta una de sus mujeres, y él se presentaba, les explicaba su proyecto y se convertía en el registro de una esperanza famélica. Decían que tenía una beca de su país, que no necesitaba un trabajo real para mantenerse, que era amable aunque muy triste y cruel si se le daba permiso, que no se atrasaba con la renta, que no aceptaba jamás comida de su casera. Decían que le daba miedo que toda la carne que se cocinaba en el pueblo fuera de las mujeres perdidas. Así que no tenía muchos amigos y una noche en que soltó la lengua de más, lo acorralaron en una calle sin alumbrado para romperle las costillas. A la mañana siguiente ya no estaba su pasaporte ni una pequeña mochila. Lo demás: la ropa, los zapatos, las botellas de Oso Negro a medio beber, su sortija de casado (su esposa era un misterio. ¿También se le habría extraviado en el desierto?) y su Nikon F3 de 1994, se le quedaron regados en el cuarto. En cuanto supo esto, Fermín buscó a mi madre y la llevó en su camioneta para que la viera. No importaba que fuera una edición agotada o que tuviera una franja roja, la vecina no sabía lo que era y, como vio que no tenía pantalla para ver las imágenes recién capturadas, la vendió en 200 pesos, con todo y los rollos vírgenes que ahí quedaban. No tenía flash, ni los lentes intercambiables; sólo la correa y un paño para limpiarle el objetivo con cuidado. Mi madre estaba contenta.
Ese día pasó de sorpresa a mi casa para mostrármela. Le encantaba la línea roja en la empuñadura, era como si se la hubieran personalizado. Además, todavía tenía rollo y quería saber lo que el francés había dejado atrás. Más tarde, nos encontrábamos en el centro persiguiendo palomas y a la caza de niños distraídos para fotografiar. Hasta me dejó hacer el intento, con el que fallé, de retratarla a ella. Le llevamos la cámara a Fermín y a la hora nos entregó las cuarenta y cinco (eran cuarenta y ocho, pero como dije antes, fallé) que pudieron revelarse con éxito. Sólo conocimos cuatro del periodista, quien se convirtió en el modelo a seguir de mi madre.
—Lo quiero capturar todo —me dijo camino a casa, camino hacia mi padre.
Cuando le mostramos las fotos, él sonrió con esfuerzo.
—Ese hombre se fue por cobarde —dijo— mejor que no regrese.
IV
Mi madre tomó fotos a destajo durante casi dos años.
Todas las reveló Fermín y ella las acomodó todas; primero, en álbumes de todos los tamaños, y luego en portarretratos. Hay imágenes de navidades, cumpleaños, bautizos, funerales, graduaciones, comidas familiares de domingo y de sábado, desfiles, conciertos en la plaza del centro, autos abandonados, gatos, niños jugando en la calle; posaron las hermanas y sus hijos, Tita, mi madrina y su hija, la de la tienda, Fermín, mi padre y yo. Ahí dejó todas las memorias que cualquiera que huye querría llevarse consigo, para luego olvidar empacarlas. Como el francés. Después, elegía algunas para regalarlas, o simplemente darle su sitio de honor en la mesita de la sala o en el trinchador del comedor. Sólo una le gustó para ampliarla y enmarcarla con toda la ceremonia que merecía: la que yo le tomé en una reunión, que hicimos en casa para recibir al novio de la hija de mi madrina. La cámara estaba en un sillón de la casa y mi padre estaba contando un chiste, que ya no recuerdo, mientras se acercaba a mamá, tomándola del hombro. Creí que se veían tan bien juntos: él con el bigote oscuro bien recortado y la camisa azul cielo impecable, ella con un vestido tinto con mangas y el cabello suelto. ¿Por qué se vestía de esa manera si aquí el calor nos obliga a olvidar el pudor para no desfallecer con sólo dar unos pasos? Pensaba que sólo era la influencia de una comunidad tan sofocante como el mismo clima. Me gustó tanto verlos así, cerca el uno del otro, que me imaginé que así debía ser el amor. Tomé la cámara, apunté y disparé, antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba. Me sentí halagada cuando vi a mi madre colgando el cuadro en un muro de la sala. Muchas tardes me senté a contemplarlo en silencio. Estudié la forma en que mi madre había peinado su cabello, el maquillaje discreto en los párpados, y ese rubor que el bochorno le imprime al rostro de las mujeres que no mueren en el desierto. Mi padre, seguro de él mismo, estaba más erguido que ella y sonreía con soberbia. No recuerdo el chiste que contaba, sólo sé que era uno que le había dicho su padre, y que su abuelo compartía entre sus compañeros de trabajo cuando estaba en el tren. Todos se lo sabían, pero le daban oportunidad de contarlo sin interrumpirlo ni reírse anticipadamente, pues ya era una tradición. Dicen que todos los hijos son un reflejo de sus padres, y cuando veía esa foto, no quería otra cosa que verme como mi madre.
Hace ocho meses, bautizaron a la primera nieta de mi madrina. Mientras caminaba de la iglesia hasta el salón de fiestas, donde nos esperaba una gran cacerola de puerco con chile y tortillas de harina recién hechas, me pregunté si esa bebé también crecería y se convertiría en el ser querido de alguien, sólo para que un día se esfumara y no encontraran de ella ni sus huesos pelones. Más valía tener varoncitos, al menos para evitarse la pena de aprender a convivir con el frío de una ausencia. Mi madrina, que ni me había saludado a la puerta del templo, me recibió con un gran abrazo y me apretó entre sus senos marchitos. Me miró de arriba a abajo como si fuera la primera vez que me viera.
—Te pareces tanto a Adriana —exclamó con un brillo de orgullo en las negras pupilas.
Busqué a mi padre, quería que lo escuchara y pensara lo mismo, Dios, por favor, pero no por las razones que quisiera ahora. Y ahí estaba, al fondo del salón destapando una cerveza. Su quijada se estremeció un poco y apretó los labios. Se contuvo las lágrimas, no dio un sólo paso y no dijo nada. “Está conmovido”, pensé. Nunca lo había visto tan frágil; un ataque de ternura invadió mi pecho y quise abrazarlo, pero no me atreví. No éramos esa clase de padre e hija en ese entonces, no lo somos tampoco en estos días.
Pero eso no es mi culpa.
V
Dos semanas después de que mi madre desapareciera, llegué a casa después del trabajo y no encontré a papá.
Un vuelco en el estómago me hizo pensar, primero, que ya no quedaba nadie más conmigo y que, siguiendo el orden natural de las cosas, me iba a tocar a mí también internarme en el olvido. No estaba su auto ni sus llaves, entonces pregunté a los vecinos y me dirigí hacia donde mi tío Fermín, quizá él podría ayudarme a recorrer más terreno en su camioneta. Luego se me ocurrió que habían llegado noticias de mamá, que estaba en la jefatura, en un hospital o, peor, en la morgue. Antes de llegar a la farmacia, vi el Spirit verde de mi padre estacionado afuera de tres edificios abandonados. Mientras daba los pasos que me llevaron hasta la ventanilla del conductor, miré esas construcciones a medio colapsar, todavía sostenidas por apoyos improvisados que no parecían soportar más peso. Se suponía que serían oficinas de lujo, pero el proyecto se interrumpió por amenazas al desarrollador, y las ventanas fueron tapiadas, las entradas clausuradas y el interior entregado a la penumbra. Como si eso fuera obstáculo para quien quiere entrar. Por ahí y por allá se alcanzaban a ver los agujeros hechos a la malla ciclónica que los rodeaba y las entradas improvisadas en aquellas ventanas que sólo se protegieron con madera. Era el sitio al que jamás me acercaría, excepto si veía el coche de mi padre a sus pies y quisiera preguntarle qué carajos hacía en aquel lugar.
No pude. Al asomarme al asiento del conductor, lo vi recostado sobre el volante, con las manos colgando a sus costados. Se veía pálido como la cera y respiraba con dificultad. La portezuela estaba cerrada con seguro, y no respondía a mis llamados. Pedí auxilio, nadie respondió. Le marqué a Fermín, aunque dice que no entendió lo que le decía, excepto “edificios zombie”. Por eso supo a dónde dirigirse. En lo que llegaba, fui a las ruinas dando saltos entre plantas secas, heces de perro y basura, tomé una piedra y la usé como mazo para romper la ventanilla del pasajero. Le di una, dos, tres, seis. Diez veces. Hasta que la vencí, pude meter la mano y quitarle el seguro a la puerta. Cuando entré, papá giró el rostro hacia mí y levantó su mano derecha, aferrándola a mi brazo, como si intentara sujetarse, como si yo pudiera jalarlo de vuelta. Las muñecas de mi padre estaban rebanadas. Los paramédicos dijeron que llevaba así, al menos, un par de horas, y que como las había cortado transversal, no a lo largo de las venas, habían tenido tiempo de salvarlo.
Mi padre siempre se quejó de la comida de mamá, de que era muy curiosa, que buscaba cosas donde no había necesidad, que era mejor guardar silencio. Supuse que de todas maneras le costaba vivir sin ella. Por eso decidí cuidar de él, para que no se hiciera más daño. Desde entonces, ya casi no habla, casi no sale, casi no come, casi no duerme, casi no vive.
Creo que yo le ayudo a hacerlo apenas.
VI
Días posteriores a su intento de suicidio, mi padre pasó muchas horas sin salir de su cuarto. Cuando sentía que ya no podía más, me iba a caminar y siempre terminaba cerca del edificio zombie. Me le quedaba viendo un rato, tratando de averiguar qué había ahí que atrajo a mi padre. Nadie se para cerca de ese aborto, ni siquiera los que quieren vender coca a medio día. Si me atreví a regresar varias veces, era sólo para tratar de entender por qué el camino del Spirit se detuvo ahí. No encontré la respuesta. Al menos no como yo lo imaginaba.
Hace ocho meses y dos semanas, tomé varios álbumes de un librero y los repasé por décima vez sin poner atención. Pasé las hojas plastificadas con cierta parsimonia, permití que mi cabeza pusiera atención a cualquier parte de las fotos: una taza borrosa al fondo, una mesa mojada por las cervezas sudorosas, los ojos en involuntario bizco de alguien. Y, es curioso, pero la memoria se activa por sí misma cuando repetimos la misma rutina. Sabía lo que iba a encontrarme a cada cambio, cuando abría otro libro. “Aquí es dónde Roberto se embarra de pastel; allá es donde Antonia deforma la cara con su risa; ésta es la que tomé mal…”. Uno piensa que anticipa los recuerdos mencionándolos, que los invoca al traer al frente de la cabeza un detalle en particular: el color de un vestido, el aroma del café recién hecho o el mecanismo de la palanca de retroceso de una cámara réflex. No es así. Es simultáneo. Lo activas y ves a tu madre estremecerse de miedo al sentir la mano de papá en su hombro; notas que el silencio de una mujer entre sus hermanas es la bandera blanca en la que nadie repara; que mucho antes de que abandonaras el hogar, tus padres ya no se hablaban entre ellos más que para que uno le diera órdenes a otra; que tu abuela miraba a otro lado si la clavícula de su nuera se descubría, porque asomaba un tono púrpura en la piel; que Fermín estrechó la mano de mamá cuando le dejó la foto para ampliarla, que todo su rostro se iluminaba cuando ella entraba a la farmacia; que cuando alguien notó el parecido que tienes con tu madre, papá aguantó no el llanto sino un grito de terror, porque vio un cadáver que se le regresaba a sus brazos para que se hiciera cargo de él, sin tener a dónde huir. Entonces ves la foto de la sala y pones, realmente, atención.
El hombre de bigote se acerca a su mujer clavándole los dedos en el hombro derecho; ella intenta ocultar el dolor en una mueca que quiere disfrazar de sonrisa, pero se le nota que debajo de esas mangas largas hay un rastro de carne molida que está por ceder, tal y cómo lo tuvo que haber hecho el corazón del de bigote, que se cortó las venas e intentó detenerte, no aferrarse a ti, cuando te vio acercarte a él. Lo único que estaba frente a él era el edificio abandonado. Cuando entendí que aquella foto era una denuncia, regresé a donde debió morir mi padre y me paré frente a donde estaba su auto. El camino estaba hecho, de manera tan clara, que todavía no puedo creer lo que tardé en descubrirlo. Primero había pasto crecido, roto. Luego, malla ciclónica recortada. Más adelante, madera hecha pedazos. Adentro, una linterna me mostró un río de sangre seco que me condujo al centro del que sería el vestíbulo, en donde se abre un agujero tan oscuro que lo creo infinito. Justo a la entrada de ese infierno se quedó quieta la Nikon F3 mientras la luz que le apunté encendió su delgada e inolvidable línea roja.
VII
Mi madre no era una mujer de muchas palabras.
Mi madre fue el puerto donde la gente buscaba la calma en medio de una reunión familiar apretada y bulliciosa, en la que había que gritar más fuerte que los berridos de mis tías para pedir una tortilla más. Mi madre te miraba, serena, desde el otro lado de la habitación y te regalaba toda su calidez con una sonrisa de reconocimiento. Parpadeaba lentamente y asentía si le regresabas el gesto. Si te distraías, te tomaba una fotografía. De cualquier manera, mi madre tenía más cosas en común con un gato de casa que con cualquiera de sus hermanas.
Mi madre fue.
Tita dice que desde que hablo de ella en pasado, la maté. Dejaré que lo piense, porque aclararle que todos la dejamos morir va a ser una tarea tan inútil como fingir que tiene muchos años por delante. Por otro lado, hay trabajo que hacer.
Hace ocho meses y un día tengo la misma rutina.
Antes de dormir, le doy a mi padre un par de Vicodin, pero le digo que es Ranitidina para su úlcera. No sé si me cree, no me importa, siempre y cuando me obedezca y las trague. Me adelanto al amanecer, me pongo el vestido tinto de mamá de aquella foto, entro a la recámara y me paro junto a él un instante. No siempre se despierta, y si lo hace, no hago nada para evitar que me confunda: de madrugada soy el cadáver que se le regresa de la misma manera en que la marea escupe un barco hecho pedazos. El efecto de la medicina lo regresa al sueño, y sé que serán pesadillas hasta que regreso a subirle el desayuno ya sin el disfraz. Siempre le preparo lo mismo: café, mango en trozos o melón con yogur, una gordita de mantequilla y las tijeras de costura de mamá, recién afiladas, por si tiene ganas de abrirse las venas de nuevo hasta desangrarse en sus propias tinieblas, y no traerlo de vuelta.
Y así es como aprendí a contar el tiempo, otra vez.
Abril Posas (Guadalajara, 1982). Autora del libro de relatos El triunfo de la memoria. La novela Esto no es una canción de amor (editorial Paraíso Perdido) es su más reciente libro. Réflex se publicó por primera vez en la antología El silencio de los cuerpos (Ediciones B, México, 2015)
Foto: De la serie Zapatos de Lourdes Almeida
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